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jueves, 27 de noviembre de 2014

LAS BARRANCAS DEL COBRE. La casa de los Rarámuris.


Conocido también por su denominación anglosajona de Copper Canyon, este extenso sistema de barrancas suele compararse con el famoso Gran Cañón de Arizona pese a ocupar un espacio superior y de mayor hondura –cubre 60.000 kilómetros cuadrados y alcanza los 1.879 metros de profundidad– y mostrar grandes diferencias de topografía, fauna y flora. Aquí los pinos y robles de las alturas se transforman en cactus, frutales y árboles tropicales en los angostos valles, pudiéndose hablar de dos climas bien diferenciados: el alpino de las cumbres, con nieves invernales y temperaturas que pueden bajar hasta los -22º C, y el subtropical del fondo de los cañones, donde el verano puede alcanzar los 44º C. Las lluvias esporádicas de la primavera y el otoño reverdecen sus paisajes, convirtiendo estas dos épocas en las mejores para visitar la zona.



El Señor de las Barrancas
Cincuenta años de voluntades tejanas y mexicanas unidas, más otros cincuenta de magna ingeniería ferroviaria fueron necesarios para romper la secular inaccesibilidad de estas escarpadas montañas. En 1961, el tren Señor de las Barrancas inauguraba al fin la nueva ruta entre Chihuahua, la ciudad de las planicies del interior norteño, y la Bahía de Topolobampo del Pacífico. Siete años después se creaba el primer hotel de la sierra, y el también llamado Chepe –apodado así por las iniciales CH-P de Chihuahua-Pacífico– fue pasando de cumplir funciones meramente comerciales y de carga a posicionarse entre los trenes turísticos más espectaculares del mundo, remodelándose por completo en 1998. Anunciándose con estruendosos silbidos y vestido de verde bosque, rojo carmesí y amarillo anaranjado –intensa combinación de colores que cabía esperar de un tren mexicano–, atraviesa este insólito mundo de barrancas a diario, en uno y otro sentido y con dos trenes distintos: el Económico y el Primera Express, dotado de bar-lounge y vagón-restaurante.
El viaje, que empieza a las seis de la mañana y concluye sobre las nueve de la noche, recorre su tramo más emocionante cuando sube desde la costa hasta los dos mil cuatrocientos metros de la estación de Creel (una de las localidades integradas en el programa Pueblos Mágicos de la Secretaría de Turismo mexicana), cruzando más de tres docenas de puentes y unos ochenta túneles. Allí donde más cerca pasa del abismo, en Divisadero, se detiene un cuarto de hora para permitir el éxtasis de sus pasajeros. El resto de paradas son para quienes deseen pasar la noche en alguno de los principales puntos turísticos, donde tendrán que esperar un mínimo de veinticuatro horas para volver a bordo de esta joya del ferrocarril.




Aventuras de vanguardia
En septiembre de 2010 el gobierno del Estado de Chihuahua inauguraba el espectacular Parque Aventura Barrancas del Cobre, ubicado en las inmediaciones de la Estación Divisadero. Cuenta con un teleférico de dos inmensas cabinas que recorren tres kilómetros entre el mirador de la Piedra Volada y la audaz plataforma implantada en la unión de tres barrancas, además de un sistema de tirolinas que permite vuelos de hasta cuatrocientos cincuenta metros de altura, con siete saltos y dos puentes colgantes de auténtico vértigo. Y, por si fuera poco, también ofrece un rocódromo de ocho metros de altitud, y una vía ferrata que combina descenso en rápel, escalada, el paso de una gruta, puentes colgantes, un puente de un solo hilo y un atrevido “salto de Tarzán”. El complejo integra a su vez un novedoso restaurante con amplias terrazas y suelo de cristal, una tienda de recuerdos y zona de acampada. Todo ello sin olvidar el resto de actividades que también pueden practicarse en toda la sierra: el senderismo, los paseos a caballo o en bicicleta de montaña y el rafting por los ríos que surcan las profundidades de los cañones.
  


El reino secreto de los Tarahumara
La colonización hispana los había llevado a refugiarse entre los pliegues de estos escarpados montes donde no llegaba más que algún misionero jesuita. Las barrancas aseguraron la continuación de sus sabias costumbres, como la de compartirlo todo sin necesidad de establecer propiedades privadas o la de priorizar los temas espirituales sobre los económicos. Asombraron al mundo por la velocidad y constancia con que eran (y todavía son) capaces de correr largas distancias con los pies desnudos o calzados con sus sencillas y características sandalias caseras. De hecho, el vocablo con que se designan a sí mismos, Rarámuri, se ha traducido como “corredores veloces” o “los de los pies ligeros”. De costumbres seminómadas, habitan entre los ranchos de madera de los valles y las cuevas de las laderas que acondicionan como vivienda, establos o despensas. Aunque se mantienen al margen de la cultura occidental, el turismo está triste e inevitablemente cambiando sus hábitos. Además de ofrecer al viajero el espectáculo de sus bailes y cantos, los hombres ejercen hoy como guías de senderismo mientras las mujeres han encontrado nuevos compradores para sus cestos, textiles y violines artesanos. El sumo agrado con que reciben al que llega de fuera incluye exquisitas fórmulas de cortesía: “Te saludo como el pájaro que trina, y te deseo salud y felicidad en compañía de tus seres amados”.








domingo, 23 de noviembre de 2014

MILFORD SOUND. El fiordo bajo la lluvia.


El Mar de Tasmania parece haber asestado varios zarpazos a la costa suroeste de la Isla Sur de Nueva Zelanda, provocando una sucesión de grandes hendiduras en la tierra. Es Fiordland, la tierra de los fiordos. En realidad el origen es glaciar, aunque el gran beneficiado es el mar que en Milford Sound –Piopiotahi en maorí– introduce una lengua de agua hasta 15 kilómetros tierra adentro. Pero lo espectacular está en las impresionantes paredes de granito, escarpadas, irregulares, grandes uñas que arañan al mar invasor y lo arropan con picos que superan los 1.200 metros de altura.
En Milford Sound llueve una media de 182 días al año. Estas lluvias son las responsables de que las laderas estén jalonadas por cientos de cascadas efímeras que alcanzar casi los mil metros. Tanta humedad permite la proliferación de una naturaleza boscosa exuberante que crece aparentemente al margen de los designios de la gravedad. Sin embargo, cuando las lluvias son torrenciales, tanta agua arrasa las zonas de agarre del suelo causando avalanchas de árboles ladera abajo hasta el fondo del cañón. Afortunadamente la naturaleza es generosa y extremadamente fértil en esta región y pronto crecerán nuevos árboles, que resultan fácilmente distinguibles a simple vista de los que son más viejos.
Al ir a Milford Sound, es mejor mentalizarse de que posiblemente se visite bajo una cortina de agua. Es incómodo, pero permite ver el fiordo en todo su esplendor, con las cascadas precipitándose al vacío entre en una densa neblina que envuelve el paisaje en un halo de misterio. Por el contrario, si el día amanece raso, el agua se convierte en un espejo azul intenso donde se reflejan los picos con absoluta nitidez.





Tres días de senderismo
Aunque a la base del fiordo se puede acceder en coche desde Queenstown o Te Anau, los aventureros no renuncian a recorrer a pie el Milford Track. Conocido como “el sendero más bello del mundo”, consiste en 54 kilómetros de camino que arranca en el Lago Te Anau. Pueden parecer pocos kilómetros, pero es una ruta exigente de montaña –desaconsejada en invierno por la nieve y el frío– que se realiza a lo largo de tres días haciendo noche obligatoriamente en las cabañas habilitadas para ello. En invierno se permite hacerlo de ida y vuelta; con buen tiempo (de octubre a abril) el trayecto es únicamente de ida, por lo que hay que gestionarse el regreso desde Milford Sound en autobús o avión. Por esta razón la entrada de senderistas se limita a cuarenta personas al día ya con el alojamiento reservado para cada noche. El Milford Track atraviesa un impresionante paisaje de origen glaciar, con valles profundos y escarpadas montañas. La vegetación también varía: desde plantas subalpinas en las alturas más extremas a bosques de hayedos en las partes bajas de los valles, alimentados por unas temperaturas suaves con humedad. El camino sigue el cauce del río Clinton para volver a ascender hasta puntos elevados como el Mackinnon Pass (1.073 m), excelso mirador hacia un paisaje abrupto donde el viento suele soplar con fuerza. Después se desciende al Valle Arthur, se pasa por la sobrecogedora catarata Sutherland, una de las más altas de Nueva Zelanda, y a continuación, la más modesta Giant’s Gate, desde cuyo puente colgante a pocos metros sobre el río se aprecia la transparencia  de sus aguas. Bordeando el Lago Ada se culmina en Sandfly Point, llamado así por la enorme presencia de moscas de arena que, literalmente, acribillan a los senderistas. Cuenta la leyenda maorí que una diosa las puso como cancerberos para evitar el acceso de los forasteros y preservar así intacta la belleza del fiordo. Sin embargo, decenas de botas de montaña colgadas son la señal triunfante de que se ha superado una dura prueba.
Aunque menos aventurero, el camino también puede hacerse en avión desde Queenstown o en coche por la Milford Road a través del Fiordland National Park, aunque obliga a dar un gran rodeo de 121 kilómetros –293 si se sale desde Queenstown–. Es una carretera de montaña donde la conducción puede complicarse por los fuertes vientos, la lluvia, o la nieve, que obliga a transitar con cadenas durante los meses de invierno. A cambio, se disfruta de un paisaje impresionante desde el valle del río Eglinton, de origen glaciar, de los lagos Gunn y Fergus y, finalmente, se atraviesa el túnel Homer, cuya estrechez (sumada al peligro de desprendimientos) obliga a la regulación del tráfico a su paso con semáforos para evitar atascos a la entrada y prevenirlos en el interior.




Navegando por el fiordo
Camino y carretera finalizan en Milford Sound, llamado “la octava maravilla del mundo” por Rudyard Kipling, y donde es posible tomar un barco para recorrer el fiordo, sus montañas y sus cataratas. Hacia la mitad del fiordo encontramos el Pico Mitre (1.692 m), el techo del fiordo, llamado así porque su forma recuerda a una mitra. A sus espaldas está el Simbad Gully, un barranco descarnado por la acción de los torrentes. En la otra orilla, el Pico Elefante (1.517 m) y Lion Mountain (1.302 m), similar a un león recostado. Ajenos al devenir de la lluvia, focas, pingüinos, delfines y tiburones colonizan las aguas del fiordo junto con los arrecifes de coral negro.

lunes, 17 de noviembre de 2014

EL DELTA DEL OKAVANGO. El río sin mar.


Los leones del Okavango, a los que, como  grandes gatos que son, no les gusta mucho el agua, tuvieron que aprender a nadar para dar caza a sus presas. El inesperado laberinto de islas, canales y lagunas por el que se desgaja este río durante la inundación no les deja más opción para sobrevivir en este universo anfibio del África Austral. Tras avanzar lentamente desde las Tierras Altas de Angola y atravesar Namibia, el Okavango, en lugar de continuar como haría un buen río hasta el mar, se queda varado en pleno desierto del Kalahari formando un abanico fluvial que, según los caprichos de sus crecidas, oscila entre los 16.000 y los 22.000 kilómetros cuadrados. Nada parecido ocurre en todo el planeta, y mucho menos con semejante concentración de fauna salvaje a su alrededor.
Aunque se puede llegar en todoterreno al corazón del delta, como mejor se aprecian sus paisajes es desde las avionetas que aterrizan en las pequeñas pistas de arena casi a las puertas de sus mejores lodges. Volando bajo, desde sus alturas alcanzan perfectamente a verse las manadas de elefantes y búfalos que campan entre su inmensidad, y hasta el trotar coqueto de las jirafas o a los hipopótamos que se pasan el día sumergidos a la fresca de sus caños más profundos. Pero más incluso que todo ello, lo que verdaderamente corta la respiración durante el vuelo son las vistas sobre las serpenteantes lenguas de agua que se ramifican entre las desérticas planicies de las sabanas y los bosques de mopanes y acacias. De poderse elegir, lo verdaderamente redondo sería hacer en avioneta el viaje de ida hasta el delta para así, desde el aire, tomar conciencia ya de entrada de sus hechuras, y salir de sus dominios en 4×4, ya que la ruta por tierra es también otro espectáculo.




Safaris en mokoro
De igual forma, una vez instalado en alguno de sus campamentos o lodges, lo suyo será aunar las consabidas expediciones en todoterreno en las que salir al encuentro de los big five o cinco grandes que moran por semejantes escenarios –es decir, el elefante, el búfalo, el rinoceronte, el leopardo y el león– con los safaris en mokoro, una de las estrellas indiscutibles de los días en el Okavango. Y es que sus llanuras inundadas brindan una aproximación a la fauna absolutamente excepcional a bordo de estas canoas de escaso calado, perfectas para abrirse paso entre sus brazos del agua. La tribu de los bavei se ha servido desde siempre de ellas para desplazarse por estos territorios. Hoy, los mokoros también se emplean para emprender safaris nada convencionales. Con apenas dos pasajeros a bordo, además del poder que los impulsa con una enorme pértiga cual gondolero africano, el lento fluir de estas canoas proporciona un acercamiento a la naturaleza y a su fauna sin baches, sin polvaredas y en un inquietante y emocionante sigilo entre los nenúfares y papiros que crecen a las orillas. Además de avistar desde el agua aves tan perseguidas por los amantes de la ornitología como el jaribú o el martín pescador malaquita, también será una constante la presencia, ya menos inocente, de cocodrilos e hipopótamos. Para evitar el encuentro con estas moles de hasta 3.000 kilos que después del mosquito son los animales que más muertes provocan en el África negra, estas fragilísimas piraguas se ciñen a los caños más someros del delta.




La Reserva de Moremi
Las lanchas a motor con las que también invitan a hacer safaris prácticamente todos los campamentos de la zona sí llegan sin embargo a adentrarse, aunque con infinita precaución, por las aguas más profundas en las que permanecen sumergidas estas manadas compuestas por hasta una veintena de hembras y un único macho dominante, cuyos característicos resoplidos son los únicos que se atreven a romper los silencios del Okavango. Éste alberga una zona permanentemente inundada, otra anegada sólo estacionalmente y la Reserva de Moremi, su única porción reconocida como parque nacional. Son los contrastados ecosistemas anfibios de este auténtico santuario los que reúnen la mayor densidad de fauna, por lo que las posibilidades para los avistamientos son aquí excepcionales: grandes manadas de búfalos, jirafas, elefantes, impalas o red lechwe, el antílope más característico del Okavango, además de hasta quinientas especies de aves y un también surtido elenco de predadores que abarca desde el león, el guepardo o el leopardo hasta hienas, chacales y el licaón o perro salvaje africano, especialmente protegido en todo el área al estar en serio peligro de extinción.



Lo mejor de cada temporada
No hay vallas entre Moremi y el Delta del Okavango. Sus lindes las definen de forma natural las vías fluviales que atraviesan en libertad sus animales durante sus migraciones estacionales. Y tampoco hay época mala para viajar por estos pagos. Si la temporada seca, de mayo a octubre, se considera la mejor para avistar a los grandes mamíferos que entonces se concentran por las zonas permanentemente inundadas, las lluvias, que entre noviembre y abril hacen que las pistas se vuelvan muy complicadas y que disminuya el por otra parte nunca aquí excesivo flujo de visitantes, se convierten en todo un aliciente para observar aves y los paisajes se muestran exultantes.








martes, 11 de noviembre de 2014

EL SALTO DEL ÁNGEL. La caída más alta del mundo.


Una enorme columna de agua que brota furiosamente de la imponente pared de roca descarnada del tepuy Auyantepuy cae con un ensordecedor bramido y desaparece entre una densa bruma de agua pulverizada antes de alcanzar el río Churún. Así es Salto Ángel –en algunas guías también figura como Salto del Ángel o Angel Falls en inglés–, la cascada más alta del mundo con sus 979 metros de altitud, de los cuales tan solo 807 son caída continua, mientras que el resto son pequeños saltos de agua igualmente  impresionantes.
La cascada Salto Ángel se encuentra en el Parque Nacional de Canaima, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1994. Un capricho de la naturaleza lleno de ríos, selvas tropicales y 115 tepuys, mesetas rocosas elevadas de origen precámbrico, con bordes casi geométricos cincelados por la erosión durante millones de años. Los geólogos coinciden en datar este lugar como anterior a la irrupción de la vida sobre el planeta, pero no hay mucha unanimidad acerca de quién descubrió el Salto Ángel. Los venezolanos lo atribuyen al explorador Ernesto Sánchez, que en 1910 notificó el hallazgo al Ministerio de Minas e Hidrocarburos en Caracas. La historia, sin embargo, ha querido dejar como su descubridor al piloto norteamericano Jimmy Angel, que en 1937 aterrizaba accidentadamente sobre la cima del tepuy convirtiéndose oficialmente en el primer ser humano que ponía el pie sobre el Auyantepuy, dato más que suficiente para bautizar la cascada como Salto Ángel en su honor.




La Montaña del Infierno
Esta enorme catarata siempre ha vivido envuelta en un halo de magia. Los indios pemones, nativos de la tierra y que en nuestros días compaginan sus tradiciones ancestrales con sus tareas como guías turísticos, ya la conocían antes del incidente aéreo de Jimmy Angel. La llamaron kerepakupai verá o kerepakupai merú, que significa “salto desde el lugar más profundo”, pero lo hicieron desde el terror. Porque el Auyantepuy, para ellos Montaña del Infierno, albergaba a los mawariton o “espíritus malignos”, y en especial a Tramán-Chita, el ser supremo del mal. Hoy sabemos que la rabia de esta catarata no se debe a ningún diablo sino a la fuerza del agua de las intensas lluvias tropicales que se concentran y descargan únicamente sobre el propio tepuy. Por eso no hay río propiamente dicho, sino riachuelos improvisados que serpentean sobre la planicie hasta confluir en la ladera. La lluvia que da vida al Salto Ángel puede también ser un estorbo para el viajero: a mayores precipitaciones, más posibilidades de toparse con nubes que imposibiliten totalmente su vista. Por el contrario, en la época seca (entre diciembre y marzo) el cielo suele estar raso aunque la catarata también cae más escuálida. La virulencia del torrente, unida a lo escarpado de las paredes del tepuy, dificulta el crecimiento de vida vegetal, así como las migraciones animales. De ahí que en la cima se hayan encontrado especies de flora y fauna endémica, como ciertas plantas carnívoras que solo habitan en las cimas de estas mesetas.




Aventura río arriba
Acceder hasta Salto Ángel es toda una aventura, pues el acceso hasta el parque nacional solo es posible en avioneta y, según los caprichos de la meteorología, la lluvia y la niebla pueden convertir el vuelo en una azarosa travesía. Un baño en las frías aguas del lago Canaima, rodeadas de una tupida vegetación de árboles tropicales y palmeras, será un buen bautismo de emociones. Primero porque en el lago hay bastante corriente: el agua entra con fuerza por los saltos Hacha, Golondrina y Ucaima y sale por el Salto Ara, un desnivel por el que el río sigue su curso. Pero, además, las playas de arena blanquísima contrastan con las aguas rojizas y hasta llenas de espuma. No hay nada que temer: no es contaminación sino el efecto de los taninos y la saponina procedentes de la vegetación. En Canaima se puede contratar un vuelo de unos 45 minutos en avioneta para sobrevolar el Cañón del Diablo formado por las aguas del río Churún hasta el Salto Ángel. La opción más intensa implica remontar río arriba a bordo de una curiara (un tipo de canoa indígena con motor fuera borda) y culminar el trayecto con una caminata de una hora hasta el mirador frente al Salto Ángel.




La travesía hasta Salto Ángel
A lo largo del camino, casi seguro nos visitará alguna lluvia caprichosa y podremos aspirar el aroma a selva mojada, descubrir cómo la falta de nutrientes del suelo lleva a los árboles a desplegar las raíces por la superficie en busca de materia orgánica en descomposición, contemplar el colorido plumaje de los guacamayos, sentirse a merced del río en los rápidos de Mayupa y escuchar el ensordecedor rugido de las cataratas que caen desde los tepuys. Porque, aunque la cascada Salto Ángel es la más famosa, a lo largo de todo el cortante del Auyantepuy manan magníficas caídas de agua –como el Churún-Merú– que se precipitan al vacío rodeadas de enigmáticas nubes de vapor. Una imagen fascinante que inspiró la escenografía de la película Avatar, de James Cameron, o incluso la cima donde se posaba la casa con globos del filme de animación de Disney Up.







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miércoles, 5 de noviembre de 2014

EL LAGO BAIKAL. Pura belleza siberiana.


El Lagol Baikal, el mayor lago de agua dulce del planeta, se llega con el mítico ferrocarril Transiberiano, que conecta Moscú con las principales localidades de la más grande de las regiones que conforman la actual Rusia: Siberia. De esa forma, la visita a este entorno lacustre adquiere una dimensión de aventura, de auténtica esencia viajera, una experiencia impagable en estos tiempos en que impera la inmediatez y la obsesiva programación de las rutas turísticas convencionales.
De hecho, al Baikal conviene venir con vocación de pionero, con espíritu abierto y afán de sorpresa. Todo es posible en sus orillas y casi todo está por descubrir en sus fondos, que alcanzan los 1.636 metros (aunque los sedimentos se asientan sobre más de 9.000 metros de profundidad) y que lo convierten en el entorno lacustre más profundo del planeta. Las primeras imágenes de esos fondos llegaron en el año 2008, tras las incursiones de los batiscafos Mir-1 y Mir-2, con tecnología y un presupuesto casi de expedición espacial. Sin duda, mereció la pena el dinero invertido, sobre todo para comprender los orígenes y buena parte de los secretos del lago.






Las cifras sobrecogen a quienes se acercan a este remoto rincón de la Siberia rusa: la superficie del Baikal alcanza los 636 kilómetros de largo, con una anchura de entre 29 y 80 kilómetros, es decir, casi 31.500 kilómetros cuadrados. A eso hay que sumar 2.100 kilómetros de orillas y un volumen estimado de agua que supera los 23.600 kilómetros cúbicos. El Baikal es también uno de los lagos más antiguos del planeta, pues sus orígenes se remontan hasta alguna época entre los 25 y 30 millones de años.
El lago, y las tierras que baña, están completamente rodeados por los montes Baikal, que dotan al conjunto de una escenografía difícilmente comparable a la de ningún otro punto del planeta. Un lugar donde tiene todo su protagonismo el agua, transparente, con una gran visibilidad pese a lo profundo de su lecho y, por fortuna, regenerada tras los oscuros tiempos, allá por las últimas décadas del comunismo soviético, en que la biodiversidad del lago se vio seriamente amenazada por los vertidos de una planta procesadora de papel y celulosa. Pese a que el peligro no haya desaparecido del todo para las más de 1.600 especies de animales y unas 850 de flora que han sido catalogadas hasta el momento y que viven en el lago o su entorno –el cambio climático está entre los factores más amenazantes, así como los planes de explotación de las numerosas balsas de petróleo existentes en la zona–, lo cierto es que la superficie del Baikal crece unos dos centímetros cada año, revelando que es un ente vivo y en constante regeneración. Un espacio tan valioso para el planeta, que fue incluido en la lista del Patrimonio Mundial de la Unesco en el año 1996.





La foca nerpa, única en el mundo
La estrella de todos los animales del lago es la foca nerpa. Es a ella a quien buscan con ahínco y paciencia la mayor parte de los viajeros ocasionales. No es para menos. Primero por la belleza y simpatía de este animal; segundo, por su singularidad, pues se trata de la única foca del planeta que vive en agua dulce. Se supone que una colonia de antepasadas de las focas actuales remontó el río desde el mar, situado a más de 1.700 kilómetros, hasta quedar aislada en este lugar.
Pero, sin duda, el ser vivo más importante para la conservación de la riqueza biológica y la pureza de las aguas del lago es el epishura, un crustáceo diminuto de apenas 2 milímetros de largo que se concentra aquí en niveles sorprendentes: se calcula que en un metro cúbico de agua del Baikal pueden habitar hasta tres millones de estos animales, que cumplen una fundamental labor de filtrado del líquido elemento.
El lago, al que casi habría que considerar un mar interior, es también el hábitat de una especie endémica de esturión, así como del curiosísimo pez golomjanka, de aspecto casi transparente. Y sus orillas, flanqueadas en muchas ocasiones por espesos bosques de coníferas, son refugio habitual de osos y venados.







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