TRADUCTOR

sábado, 29 de marzo de 2014

EL MURO DE LAS LAMENTACIONES. Los deseos más sagrados


El muro de las lamentaciones es el lugar sagrado más importante para los judíos. Se trata de los restos del Templo de Jerusalén, construido por Herodes en el año 20 antes de Cristo, el que fue destruido en el año 70 por los romanos. Entre las piedras que componen este muro, los fieles ponen pequeños papeles con sus peticiones.
Se dice que Salomón mandó a construir el primer templo judío entre los años 970 y 930 antes de Cristo, pero que éste fue destruido en el 586 en el ataque de los babilonios que gatilló el exilio del pueblo judío. En el siglo VI antes de Cristo, se recuperó Jerusalén y se mandó a construir el segundo templo, en el mismo lugar donde se encontraba el anterior. Sin embargo, las constantes batallas con los romanos, la Gran revuelta judía y la toma de ciudad por parte de los romanos, terminaron con la destrucción de la ciudad y del templo, quedando en pie sólo este famoso muro.






Se dice que el nombre del muro de las lamentaciones viene del hecho (más bien leyenda) en que el emperador romano Tito dejó en pie el muro con el objetivo de que el pueblo judío se lamentara de que los romanos los habían vencido. Por otra parte, para ellos, tomó el valor de una promesa hecha por Dios, en la que siempre quedaría al menos una pequeña parte del templo, en representación y como símbolo de que su alianza con este pueblo se mantendría por siempre.
Es debido a lo anterior, que los judíos de todo el mundo llegan hasta al muro de las lamentaciones a realizar sus peticiones y oraciones, ya que se le considera el lugar más sagrado al que pueden acceder en la Tierra. Como ya se mencionaba, los fieles vienen a introducir sus plegarias entre las piedras del muro, y oran para que Dios vuelva a Israel, piden por el regreso de los exiliados judíos y por la venida del Mesías judío.









GALERÍA DE IMÁGENES


miércoles, 26 de marzo de 2014

BHUTAN. El país de las sonrisas


Los valles de este país de montañas albergan aldeas y templos que apenas han cambiado en siglos.

Bhutan parece una quimera hecha realidad. Este reino enclavado en medio del Himalaya permanece como hace siglos, con sus creencias budistas, sus pueblos aislados entre montañas de más de 6.000 metros y senderos jalonados por santuarios con banderas que lanzan oraciones al viento. De pequeño tamaño (38.394 km2) y vecino de las potentes India y China –Bután linda con Tíbet–, el país se mantiene independiente desde que en el siglo VIII Guru Rimpoche, considerado como el Segundo Buda, introdujo el budismo tántrico en la región.
Con un patrimonio natural y cultural casi intacto, Bután basa su atractivo turístico en el ritmo lento que rige los días tanto de locales como de visitantes. Su emplazamiento, entre cañones y picos escarpados, es la clave de la «ralentización vital» que se observa a lo largo de este viaje, un recorrido que parte del valle de Paro, visita la capital, Thimphu, y se adentra en los bonitos valles de Punakha, Phobjika y Bumthang, punteados de aldeas y monasterios. El preludio a las experiencias que aguardan al viajero en Bután es espectacular: el montañoso relieve que rodea el aeropuerto internacional de Paro obliga al avión a entrar por un desfiladero y a casi colocarse de lado antes de tomar tierra.
Con la silueta siempre nevada del Jomolhari (7.316 m) como fondo, el valle de Paro posee matices paisajísticos propios, además de una gastronomía próxima a la china y la india. Arrozales que transmutan del verde al amarillo y casas con alegres colores componen el panorama que se divisa desde el monasterio de Taktsang (2.950 m). La gente lo denomina El Nido del Tigre porque, según cuenta la leyenda, en el siglo VIII Guru Rimpoche llegó volando a lomos de una tigresa. El ascenso hasta allí, al borde del abismo, discurre primero a caballo y luego a pie, compartiendo camino junto a peregrinos llegados de todo Bután y también budistas occidentales. De los trece templos que conforman el monasterio, el más importante se sitúa en la gruta en la que meditó el maestro, que solo abre a los fieles una vez al año.






Sobre la localidad de Paro, la hermosa torre central del Rinpung Dzong atrae como un faro desde su construcción en 1646. Conectado por un puente voladizo, es el primer ejemplo de dzong o fortaleza que aparece en el viaje, un tipo de edificación presente en casi todas las poblaciones y que antiguamente actuaba de centro administrativo, religioso y político a la vez. En el pueblo, de reciente factura, pequeñas tiendas venden tallas de madera y textiles artesanales. Las calles se llenan de animación durante las fiestas de la cosecha y en el mes de marzo con el festival Paro Tshechu, un gran desfile de danzas y máscaras.
Una hora escasa en coche separa Paro de Thimphu, la capital del reino desde 1952. Antes era solo un dzong con unas cuantas casas alrededor; hoy es la sede de la familia real y del gobierno, una ciudad de 80.000 habitantes entre los que se cuentan monjes, comerciantes y ejecutivos formados en prestigiosos centros anglosajones. A la vista de sus boutiques, restaurantes, discotecas y locales de moda, es evidente que los jóvenes butaneses están al día y resulta palpable el ascenso de la burguesía, una clase social hasta hace poco inexistente.
La capital es sobre todo un buen lugar para entender el pasado y el presente del país. El paseo por su núcleo tiene como paradas imprescindibles el Museo de Textiles y el de Artes y Oficios y, por supuesto, la fortaleza. El primitivo dzong de Thimphu (Trashichodzong) se remonta al siglo XIII pero, tras varios incendios, se reconstruyó en su actual ubicación en la década de 1960. El imponente aspecto exterior contrasta con un interior que rebosa delicadeza a través de relieves simbólicos, esculturas de divinidades, decoraciones míticas y pinturas de mandalas cósmicos. Aquí se alojan el gabinete del Rey y su sala de audiencias, los ministerios y la antigua Asamblea Nacional, cuyo techo es una alegoría de Buda y los seis primeros santos que alcanzaron el nirvana.
Los pasos de montaña son las vías tradicionales de comunicación y, aún hoy, en ocasiones, constituyen la única forma de trasladarse de un sector a otro del país. Por estos caminos entraron los primeros monjes budistas para fundar algunos de los monasterios que todavía hoy existen en Bután. Sendas que siguen utilizando los butaneses, generalmente a pie, mientras se encomiendan a las sagradas montañas que los rodean. Casi una hora después de haber dejado Thimphu en dirección al valle de Punakha, una carretera de curvas cerradas trepa hasta un mirador desde el que se divisan las soberbias cumbres del Himalaya oriental, con el Gangkar Puensum (7.541 m), el pico más alto de Bután, frente a frente. Cuando despunta el sol sobre esas moles que rozan el cielo, se comprende por qué los butaneses las consideran sagradas. Una visión que solo se puede obtener en los días claros de octubre a febrero, antes de que la bruma vele el espectáculo con su manto blanco.





Un poco más arriba se alcanza el paso de montaña de Dochula (3.050 m). El lugar impresiona por la solemnidad que transmite su conjunto de 108 estupas y por la espiritualidad que emana de las banderas de oración que esparcen al viento su ruego de felicidad y larga vida para todos los seres vivos. Hay que descender 65 kilómetros en zigzag para llegar al valle de Punakha (1.300 m), cruzando bosques de rododendros y magnolias, campos de naranjos y arrozales que dibujan insinuantes geometrías.
Capital de invierno durante tres siglos (del XVII al XX), Punakha sigue siendo un pueblo de pequeñas dimensiones que ha crecido en torno a su dzong. Varado en una lengua de tierra, en la confluencia de los ríos Pho y Mo (padre y madre), el fuerte se erigió en 1637 frente a un templo que había sido fundado mucho antes, en 1328, por un santo indio. Tiene una veintena de templos que, siguiendo una tradición secular, acogen cada año a los monjes de Thimphu durante los seis meses de invierno.
Esta costumbre es un ejemplo de la influencia de la religión en este pequeño país himaláyico. De hecho, la evolución social y económica de Bután se ha acelerado en las últimas décadas. El clero ostentó el poder político, religioso y económico desde mediados del siglo XVII hasta los albores del siglo XX. Algunos rasgos feudales perduraron hasta la década de 1950, cuando el tercer rey de Bután, Jigme Dorji Wangchuck, emprendió una reforma que, entre otras medidas, abolió la condición de siervo y acabó con los privilegios de nobles y monjes.
El clima subtropical y la fertilidad de la tierra son señas de identidad del valle de Punakha. Esto puede comprobarse en verano, realizando la excursión al pueblo de Talo para asistir a las fiestas de la cosecha, o dedicando una jornada a las aldeas de Chorten Ningpo, envueltas en frutales y campos de arroz.
En fuerte contraste, 78 kilómetros al este, se descubre el valle glaciar de Phobjika (3.000 m). La enorme biodiversidad es el mayor de sus atractivos. Algo fácilmente comprobable con solo mirar al cielo y divisar las grullas de cuello negro que, huyendo del frío altiplano tibetano, recalan en las marismas del valle; o al observar los bambús enanos, alimento preferido de los yaks, que crecen en el otro extremo de Phobjika.





Por motivos religiosos y salvo excepciones, los butaneses no cazan ni pescan, de ahí que Bután se haya convertido en el reino de la biodiversidad: desde elefantes y rinocerontes en las junglas del sur hasta los escasos leopardos de las nieves que pueblan las zonas más altas. Phobjika cuenta con uno de esos valiosos refugios de fauna: el Parque Nacional Jigme Singye Wangchuk –antes, de la Montaña Negra–, una de las diez reservas que tiene el país. Sus 1.730 km2 son el hábitat de especies en extinción como el tigre de Bengala –aquí vive el 20% de los ejemplares que hay en Bután–, el panda rojo, el langur dorado –un mono asiático–, el oso negro del Himalaya, el takin –pariente del buey almizclero– y hasta 670 especies de aves. Sus extensos bosques de coníferas, sus lagos y prados alpinos en torno al pico más alto, el Jou Dorshingla (4.925 m), constituyen uno de los mayores descubrimientos del viaje por Bután.
El monasterio más relevante de este sector es el de Gantey Gompa. Emplazado sobre una colina, está dirigido por un monje considerado la reencarnación del fundador y casi 150 religiosos laicos que habitan en la aldea situada a los pies. Entre sus tesoros destacan las tallas y los relieves de madera que decoran el interior, un delicado trabajo de artesanía. Al pasear por el pueblo sorprende ver que los muros de muchas casas exhiben pinturas de penes, un símbolo budista que se difundió por el país hacia el siglo XVI hasta formar parte de su paisaje.
La siguiente etapa del viaje, la región de Bumthang, se sitúa a 188 kilómetros de Gantey. Con pendientes relativamente suaves, es el lugar ideal para hacer senderismo –las rutas por las zonas más altas duran varios días y discurren por encima de los 4.000 metros– y acercarse a la vida rural y a los santuarios de sus cuatro valles. Antiguamente era un enclave aislado y pobre, pero en la actualidad vive un periodo de prosperidad gracias a la introducción de nuevos cultivos y a una incipiente industria alimentaria. Tierra de pastoreo de corderos y yaks, Bumthang es hoy un destacado productor de patata, tubérculo que exporta a otros países asiáticos; también fabrica buenos quesos parecidos al gruyère, y elabora sidra, vino de manzana y aguardiente de melocotón. El recorrido por estos valles ofrece la oportunidad de probar la cocina butanesa, donde el chile y el arroz son omnipresentes, igual que la mantequilla y el queso fresco, básicos en los guisos elaborados a base de verduras y hortalizas.
También abundan los santuarios y recintos monásticos. Cerca de Jakar, la principal localidad, se halla el monasterio de Karchu Dratsang, un centro de estudios budistas muy reputado por su rimpoche (lama). Sus pujas u ofrendas demuestran la sensibilidad religiosa de los butaneses. Esta dimensión espiritual es, junto al paisaje, el gran tesoro de Bután.







lunes, 17 de marzo de 2014

EL PÚLPITO. El mirador más vertiginoso de los fiordos noruegos.


La roca está situada a 600 metros por encima del fiordo Lysefjorden, uno de los paisajes más fascinantes del norte de Europa

Vértigo. Esa es la palabra que mejor define la costa noruega, probablemente el lugar del mundo donde el diálogo entre la tierra y el mar es más fascinante. Vértigo en Trollstigen, la Escalera de los Trolls, una serpiente de asfalto rodeada de montañas que forma parte de la Ruta Dorada, ese derrotero que partiendo de Åndalsnes contiene, como en un pildorazo, algunas de las grandes atracciones del litoral: el fiordo de Geiranger, Valldal, Eidsdal, Hellesylt, el mirador de Flydalsjuvet, el monte Dalsnibba... Y por supuesto, vértigo en El Púlpito, la roca gigantesca en la que ha perdido la vida un turista español.
El Preikestolen (El Púlpito) es un mirador natural, de unos 25 por 25 metros, situado a 600 metros sobre las aguas turquesa del Lysefjorden. Pocos visitantes de Stavanger se resisten a realizar esta caminata de cuatro a cinco horas (entre ida y vuelta), apta para todos los públicos con un mínimo de forma física, para disfrutar de las vistas. El problema es que la fascinación puede jugarnos una mala pasada si no actuamos con la debida prudencia. En esa gigantesca plataforma pétrea no hay vallas que nos separen del abismo, y es habitual ver a los turistas sentados o tumbados en el borde para captar las imágenes más espectaculares.





Otro de estos lugares mágicos (y peligrosos) es la roca Kjerag, un peñasco encajonado entre paredes y con vistas, también, al majestuoso Lysefjorden. La roca se encuentra a 1.000 metros sobre el fiordo, y saltar hacia ella para hacerse una instantánea es casi un acto de fe que sube las pulsaciones al nivel de una taquicardia.
En la costa de Noruega hay muchos otros miradores de este tipo. Por ejemplo, Trolltunga, en Hardanger, una estrecha plataforma que se sostiene milagrosamente a 350 metros por encima de Ringedalsvatnet. La foto, bajo estas líneas, habla por sí misma.




Los fiordos, valles excavados por glaciares y colonizados por el mar, proponen un tipo de viaje diferente, con rodeos y altibajos, sin margen para el aburrimiento o las prisas. Para el visitante primerizo supondrán un bello obstáculo a primera vista, cuando en realidad el agua también hace camino. El cruce en ferry a la otra orilla proporciona un rato de asueto para tomar un café y relajarse en cubierta mientras contemplamos el paisaje. Tras el ferry vendrá un pueblo pintoresco, una carretera sinuosa, una antigua iglesia de madera que ha flotado en el tiempo... y otro fiordo.










jueves, 13 de marzo de 2014

LA PLAZA SAN MARCOS. El salón más elegante de Europa


“El salón más elegante de Europa”... así la definió Napoleón Bonaparte. La Plaza de San Marcos impresiona por su monumentalidad, por su entrono, por su romanticismo, por su Historia..., en ella se ha concentrado toda la vida artística y política que comenzara, años ha, la República Veneciana. Y en medio de la Plaza, la Basílica de San Marcos y el Palacio Ducal, los mayores orgullos de la ciudad. En sus alrededores, los mejores hoteles, los mejores restaurantes, iglesias imponentes, el mundialmente famoso teatro de La Fenice.
La única plaza de Venecia, tiene un suelo característico de Istria. A un lado de la plaza, dominándola se encuentra la Basílica de San Marcos y el Campanille. A derecha e izquierda se levantan las Procadurías Nueva y Vieja, sede de magistrados y que se caracterizan por sus largas arcadas.
En el centro de la Procaduría Vieja podemos admirar la Torre de los Dos Moros en el que se encuentra un gran reloj astronómico donde se pueden observar las horas, los días y el curso de los planetas y las estrellas.
Finalmente en el cuarto lado se encuentra el Museo Correr, en el que se puede admirar entre otros La Pietá de Giovanni Bellini. Este ala (el ala napoleónica), cerró la plaza en su momento y fue mandada construir por Napoleón.
Haciendo una especie de L con la Piazza, está la Piazzetta, donde podremos admirar el impresionante Palacio Ducal y las Columnas de San marcos y San Teodoro, que marcaban la entrada a Venecia cuando era la República la que dominaba todas las vías marítimas comerciales. Y si bien, son la Basílica, el Palacio y el Campanile los elementos más visitados y reseñables de esta plaza, hay que hacer mención a otros sitios que no hay que dejar de ver:


La Torre dell’Orologio.
De estilo renacentista, la torre es la conocida como de “los dos moros” y da acceso al barrio de la Mercería. El reloj, en colores azules y dorados muestra, no sólo las horas, sino también las fases lunares y el zodiaco. Durante la Epifanía y la Ascensión las figuras del reloj se asoman para adorar a la Madonna del reloj. Arriba del todo, puntualmente, en cada hora, dos figuras de bronces conocidas como “los moros” tocan al campana.


Las Columnas de San Marcos y San Teodoro.
Fueron dos de los tesoros que se trajeron los venecianos de sus viajes a Constantinopla. Lo más famoso entre el populacho es que entre estas columnas, hasta mediados del siglo XVIII, se instalaba un patíbulo donde se ajusticiaban a los culpables. Por eso, aún se considera como de mala suerte pasear entre ellas. San Teodoro fue el patrón de Venecia hasta que en el año 828 se trajeron los restos de San Marcos. En cuanto al león de la otra columna, se cree que es una quimera china a la que se le añadieron las alas para que pareciera un león veneciano.


El Campanille.
Es curisoso que la gran mayoría de los turistas suben al Campanille en busca de unas buenas vistas y unas buenas fotografías. Personalmente, creo que es más provechoso subir a la cúpula de la Basílica de San Marcos que hacerlo al Campanille. El precio es demasiado alto para las vistas que tiene, tan parecidas a las de la basílica. Para subir hasta el mirador se accede con un ascensor que se instaló en el año 1962.
Una vez arriba, nos encontramos con la zona en que las cinco campanas repican a cada hora: la marangona, que marcaba el principio y el final de la jornada laboral; la maléfico, que tocaba en las ejecuciones; la nona, que suena a mediodía; la mezza terza, que llamaba al Palacio Ducal a los senadores y la trottiera para llamar al Gran Consejo.
La torre, que databa del año 1773, y que inicialmente se construyó como faro para los navegantes, sirvió también como cárcel. El 14 de Julio de 1902, sorprendentemente, il Campanille se derrumbó de repente..., un lema se hizo famosa y aún perdura en el ánimo de los venecianos cuando pretender reconstruir algo: dov’era e com’era (donde estaba y como era)..., la nueva torre, una réplica exacta de la anterior, se inauguró el 25 de abril de 1912.


El Palacio Ducal.
Si bien en sus inicios fue un castillo del siglo IX, el palacio actual adquirió sus formas en los siglos XIV y XV. El palacio está realizado en mármol rosa de Verona sobre arcadas de piedras de Istria. Son dignos de ver en el Palacio: la Porta Della Carta, que fue entrada principal del Palacio, junto a la Basílica; la Escalinata de los Gigantes, de gran belleza ornamental; el balcón de la fachada que da a la piazzetta, y que se añadió en el año 1536, y, por supuesto, entre las obras que se muestran en lo que hoy día es un museo, ya en el interior del Palacio Ducal, “el Paraíso” de Tintoretto, la escultura “la embriaguez de Noé” o “la Coronación de Baco y Ariadna por Venus” del propio Tintoretto.
Justo a la espalda del Palacio Ducal y la Piazzetta de San marcos se encuentra el famoso “Puente de los Suspiros” por el que pasaban los acusados que se dirigían a ser interrogados. El mejor lugar para ver el puente es desde el puente que está justo enfrente, II Ponte Della Paglia, junto a la arcada principal del Palacio Ducal.


La Basílica de San Marcos.
Refleja todo el poder que un día tuvo la República Veneciana. Es la joya de la ciudad. Su emblema. Su identidad. Toda la Basílica es digna de admiración, pero si con algo hay que quedarse, indudablemente, jamás dejaríamos de ver los mosaicos de la fachada, entre los que destaca el de la representación de cómo se sacó el cuerpo de San Marcos de Alejandría escondido bajo carne de cerdo.


Tampoco hay que dejar de ver los Caballos de San Marcos, aún cuando los que presiden la plaza sean réplicas (los originales se guardan en el museo que hay en la Basílica). Los tetrarcas, en el lateral que da a la Piazzetta y que parecen representar a Diocleciano, Maximiliano, Valerio y Constancio, nombrados por el imperio romano para gobernar Venecia. Y, por supuesto, los relieves que hay sobre el pórtico de entrada a la Basílica.




lunes, 10 de marzo de 2014

SANTIAGO DE CHILE. Una ciudad por descubrir.


El funicular que sube desde el Parque Metropolitano de Santiago de Chile al cerro de San Cristóbal se tambalea mientras ante los ojos del pasajero se despliega una ciudad sin límites: Santiago con sus rascacielos y torres de oficinas, grandes avenidas transitadas 24 horas en un centro que no duerme y barrios residenciales de casitas bajas que van dando paso a calles de colores con tiendas de comestibles. La esencia de América Latina se mezcla aquí con las modas de Occidente, una fusión caótica que, a pesar de la contaminación, se vislumbra colorida y espera al viajero para descubrir sus encantos, siempre bajo la atenta mirada de las nevadas cumbres de los Andes.
La capital de Chile no es una ciudad que se pueda describir por un conjunto de monumentos característicos, más bien se trata de un lugar para descubrir paseando y contagiándose del ambiente que se respira en sus calles. Como en la mayoría de capitales del continente, la llegada de los colonos intentó borrar sin éxito las huellas del pasado y, como resultado, la central Plaza de Armas y las iglesias de la época conviven con los vestigios del Chile precolombino.
En este sentido, resulta muy interesante la visita al Museo Chileno de Arte Precolombino, que tiene su sede en el antiguo Palacio de la Real Aduana. La muestra contiene piezas en cerámica, fibras textiles, madera y piedra, y se remonta a los orígenes del arte textil y cerámico en América hasta la llegada de los europeos. Otras colecciones interesantes se encuentran en el Museo Nacional de Bellas Artes y en el Museo de Arte Contemporáneo, situados en el Parque Forestal.





Por las calles de Santiago se respira la historia, y es que apenas han pasado 40 años desde el golpe de estado que terminó con el gobierno de Salvador Allende, que murió entre los muros del Palacio de la Moneda, al que se puede acceder tras dar un paseo por la emblemática Avenida del Libertador Bernardo O`Higgings, más conocida como la Alameda. El Parque por la Paz Villa Grimaldi, centro de detención durante la dictadura de Pinochet, es hoy un espacio en el que se rinde homenaje a los caídos durante aquellos años.
Santiago es también un importante núcleo artístico y cultural. Basta acercarse al bohemio barrio de Bellavista y asomarse a sus teatros y galerías para entender porqué este es el lugar elegido por intelectuales y artistas. Aquí se encuentra “La Chascona”, una de las casas de Pablo Neruda, en la que se ofrecen visitas guiadas para acercarse a la figura del famoso poeta chileno. La vida nocturna en Bellavista es también muy intensa, y aunque son innumerables los locales donde disfrutar de unachela – denominación chilena de la cerveza -, recomendamos “La casa en el aire”. Se trata de uno de esos rincones entrañables de Santiago en los que uno puede escuchar música en directo y retroceder a los tiempos de la canción protesta escuchando versiones de Violeta Parra y Víctor Jara. Y, para comer, qué mejor que acercarse al Mercado de la Vega. Allí se pueden probar todas las especialidades de la gastronomía chilena a precios muy asequibles y comprar fruta y verdura de calidad.





La inmensa mole de los Andes parece vigilar en todo momento a los habitantes de Santiago. De hecho, la Cordillera está tan presente en la vida de la ciudad que las salidas de metro no se indican como “pares” e “impares”, sino como “oriente” y “poniente”, en función de su orientación con respecto a los Andes. Cuidado al preguntar una dirección: la Cordillera siempre será la referencia, a pesar de que la mayoría de los días esté oculta por la contaminación de la urbe.