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martes, 30 de diciembre de 2014

CAÑON DEL COLCA. Los precipicios del cóndor.


Para los incas, el cóndor –“el señor de los Andes”, símbolo de sabiduría y mensajero de lo divino– era inmortal. Uno de los mitos alrededor de este gigante de los cielos asegura que, al sentirse envejecer, los cóndores repliegan sus alas y se dejan estampar contra los riscos, simbolizando el renacer del ciclo de la vida. Se estima que en todo el planeta apenas quedan unos 6.200 ejemplares. El Cañón del Colca, muchísimo más profundo que el del Colorado, es uno de esos lugares privilegiados en los que se deja avistar.

De Arequipa al Valle del Colca
Para llegar hasta allí habrá que dejar atrás, y no será fácil, la Ciudad Blanca del sur peruano, Arequipa, tan engalanada con sus caserones, sus monasterios y sus plazas coloniales, con ese clima eternamente primaveral y esa vida universitaria que preside sus días y sobre todo sus noches. Realmente hará falta hacer acopio de voluntad para salir de ella y, además, enfrentarse a la endiablada carretera que conduce al Valle del Colca. Quienes se atrevan no tendrán sin embargo que aguardar demasiado para obtener recompensa, porque ya solo el camino, aun con sus curvas y sus baches, va regalando unas vistas de las que no se olvidan. Serán no menos de tres horas para cubrir los 160 kilómetros que los separan, a lo largo de los cuales irán aflorando volcanes nevados de más de 6.000 metros, parajes lunares por los que campan libres alpacas y vicuñas de las que se extrae la lana más suave y más cara del mundo, y esa espectacular atalaya que es el Mirador de los Andes, con una panorámica que corta el aliento sobre la cordillera del Chila y las moles cónicas del Mismi, el Hualca-Hualca, el Sabancaya, el Ampato, el Chachani, el Misti y el Ubinas. Y tras este extraordinario peregrinar se desemboca por fin en el remoto Valle del Colca, que le adeuda el nombre a las etnias principales que siguen morando en sus aldeas: los collaguas y los cabanas, asentados mucho antes que los incas por estas esquinadas sierras andinas.




Poblados, paisajes y cóndores
Las lomas del valle entero pueden verse aún hoy surcadas de caminitos en zigzag por los que hasta no hace tanto enfilaban las caravanas de llamas con las que los indígenas trasladaban sus mercaderías entre el Altiplano y el Pacífico. Sobre sus pardas hechuras despuntan también, tímidamente, los graneros centenarios de piedra en los que se guardaban las cosechas, así como los campanarios de las iglesitas que dominicos y franciscanos fueron erigiendo tras la llegada de los españoles por poblados esenciales como Chivay, Yanque, Maca, Pinchillo, Cabanaconde, Lari o Coporaque, tras los que despuntan los picachos nevados del volcán Hualca-Hualca o el Ampato. En el interior de ellos, las horas discurrirán vagando por sus humildes callejas de adobe y sus mercados rurales en los que las mujeres collaguas y cabanas, perfectamente identificables por la peculiaridad de sus coloridos trajes y sus sombreros, despachan artesanías y tejidos elaborados por ellas mismas. Puede que hasta muchos se animen a emprender alguna caminata entre sus pueblos, a cabalgar por los montes o a bañarse en La Calera, donde rodeados de montañas fluyen manantiales termales a temperaturas que alcanzan los 80 grados. Pero el verdadero objetivo de llegarse hasta tan lejos será, sin duda, ver planear a los cóndores sobre el sensacional cañón en el que, en este esquinado valle, la tierra se parte en dos dando origen a uno de los desfiladeros más profundos del planeta.





Los dueños y señores del Colca
Aunque estas rapaces inmensas pueden llegar a avistarse por todo el valle, habrá inevitablemente que enfilar hacia la conocida como Cruz del Cóndor para vivir la experiencia en su mejor escenario. En el camino irán quedando atrás los poderosos paisajes de la orilla del cañón y las vistas al río que se abre paso por la hendidura, terrazas de cultivo o andenes con más de mil años a sus espaldas y hasta tumbas colgantes también de civilizaciones precolombinas. Pero una vez en este mirador natural los cóndores se erigen en protagonistas absolutos. Dueños y señores del Cañón del Colca, estas aves que llegan a pesar hasta una quincena de kilos y a superar los tres metros de envergadura con las alas desplegadas se sirven de las corrientes térmicas que sobrevuelan esta tremenda quebrada para elevarse en perfecto planeo sobre las rojizas paredes, de más de 3.000 metros a la vertical, en las que tienen sus nidos. 
Es sobre todo en el mirador de la Cruz del Cóndor donde, bien desde primera hora de la mañana o ya en los albores del atardecer, se concentran los visitantes para esperar a que alguno de los cóndores entre en acción y poder entonces pasmarse y emocionarse ante la majestuosidad de su vuelo en semejante entorno. El milagro, sin embargo, puede obrarse en cualquier momento y, aunque raro, este misterioso y esquivo volador andino de cuando en cuando tiene a bien aparecer por sorpresa, patrullando probablemente en busca de comida, en el lugar menos pensado. Es solo cuestión de suerte, y de saberlo esperar con paciencia.







miércoles, 24 de diciembre de 2014

EMIRATES PALACE HOTEL. Un hotel de 7 estrellas


En un hermoso palacio de impresionante fachada, con su propio tramo privado de playa, en el que arquitectos y diseñadores han utilizado el oro y el mármol, trabajado por los  mejores artesanos internacionales, creando un complejo espectacular. Uno de los  hoteles más impresionantes jamás construido. Un palacio árabe donde se hospedan los grandes mandatarios cuando viajan a los Emiratos. Digno de albergar a reyes y a príncipes de todo el mundo. A reyes como tu si te decides a viajar al país. Donde todo brilla, todo es perfecto y puedes pasear como la realeza, por sus magníficos y cuidados jardines a la luz de la luna.
Un viaje al lujo más suntuoso de la mano de la cadena Kempinski. Con 394 habitaciones y suites en el Palacio con todas las comodidades cuidadosamente diseñadas y equipadas para ofrecer confort y lujo superior. 302 habitaciones y 92 suites decoradas con fina tapicería y artesanía.  Las Grandes habitaciones están repartidas por todo el Oriente y Oeste Wings, ofreciendo tranquilidad lejos del animado vestíbulo. Y espectaculares suites Khaleej, Khaleej Deluxe y Royal Khaleej Deluxe con vistas a las cristalinas aguas del Golfo Pérsico. Las Palace Suites, la crème de la crème del  alojamiento de lujo en el Oriente Medio, forman el centro del gran diseño del Palacio.





Si estás buscando descanso y relax, hay grandes extensiones de césped bien cuidado y facilidades recreativas dentro los jardines del palacio. Una playa bellísima y abierta de 1,3 kilómetros, de arena blanca, y dos exuberantes piscinas ajardinadas con terrazas para descansar al fresco. Todo diseñado para la aventura y la diversión familiar.
Y por supuesto, el Anantara Spa, que se inspira en las ricas tradiciones culturales de Abu Dhabi y la belleza natural del Emirates Palace, el lugar vigorizante más pacífico para darse un capricho en la ciudad. Terapeutas expertos para cada tratamiento, ritual hammam tradicional, un exfoliante desintoxicante o un masaje relajante. Sentarse, relajarse y permitir que te cuiden con terapias y tratamientos diseñados para proporcionar luminosidad, relajación y bienestar es todo un plan.
En Emirates Palace hay catorce restaurantes, cafés, bares y salones. De comida italiana a sabores locales una amplia variedad para una experiencia culinaria incomparable. Los menús se elaboran por un equipo de chefs apasionados que provienen países de todo el mundo. Cenas al aire libre en Mezlai, Sayad, Mezzaluna, BBQ Al Qasr y Diwan L’Auberge y otros restaurantes como Le Vandome, Hakkasan, Cascadas y Las Brisas. Los cinco bares incluyendo el Bar Caviar, Etoiles, Le Café, Breeze Lounge y Havana Club también ofrecen comidas y bebidas en un ambiente agradable.






Cuatro pistas de tenis, deportes acuáticos y centro Fitness. El exclusivo Club de Playa en el Emirates Palace permite disfrutar de instalaciones de ocio y deportivas dentro de los Emiratos Árabes Unidos. Soltero, en pareja o en familia, el Beach Club ofrece el lujo que te mereces. En el extremo oeste de la playa, el puerto Emiratos Marina Palace con capacidad para 167  yates, por si eres de los afortunados que puedes llegar allí en este medio de transporte.
Una ruta de seis kilómetros para pasear o montar en bicicleta, paseo en bicicleta, dos piscinas al aire libre, cricket y campos de fútbol además de pistas de tenis, bádminton y una cancha de voleibol de playa. Darse un chapuzón en el Golfo Pérsico es un aliciente más.








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jueves, 11 de diciembre de 2014

LA PENÍNSULA ANTÁRTICA. El hielo eterno


Nadie se levanta un día y, sin haberlo pensado antes, se va a la Antártida. Hacerlo es, siempre, cumplir con un sueño, con una ilusión que se puede haber forjado muchos años antes, cuando la mente viajaba sin trabas al más lejano de los continentes lejanos. Ese que, para verlo, requería levantar el globo terráqueo de la escuela porque no aparecía solamente con girarlo. Pero la Antártida que vemos en los mapas no reproduce la forma del continente sino la del campo de hielo permanente que existe sobre él. Si se deshiciera, aparecería un continente con límites completamente diferentes. Por ejemplo, la Península Antártica sería una isla. La Antártida es una realidad diferente a lo que las apariencias nos dejan ver.
Por todo ello, la primera visión de un pedazo de esta Península Antártica tiene mucho de ilusión cumplida, y no es sólo una cuestión del largo viaje que hay que realizar para satisfacerla. Primero hay que viajar a Ushuaia, la ciudad más meridional del planeta, donde se supone que todo acaba, y allí saltar a un barco que recorrerá el canal de Beagle y luego pasará junto al mítico cabo de Hornos antes de enfrentarse a las corrientes traicioneras del Pasaje de Drake. Esta extensión de agua, donde se mezclan de forma normalmente poco tranquila el Pacífico y el Atlántico, tiene entre los marinos la reputación de ser la más turbulenta y peligrosa del mundo. El Pasaje de Drake es solo la última prueba iniciática antes de llegar al destino deseado: la Antártida.




Bañarse en el Antártico
La Antártida es una realidad difusa que parece encajar bien con la de los sueños. La Antártida es el fin del mundo, y realmente lo más parecido que hay a otra realidad, a otro mundo sobre la superficie de la Tierra. Los datos lo confirman: es el continente más frío, el más seco, el más alto, el más ventoso, el lugar en el que se ha registrado la temperatura más baja del planeta. También el único en el que no se han desarrollado culturas nativas, en el que nunca ha habido guerras y donde, hasta hace pocos años, no había nacido nadie. Es el continente más extraño, el más insólito, el más solitario.
Atravesar el Pasaje de Drake puede llevar 36 horas en los modernos y potentes barcos actuales. Y después, pasado ese trance, en algún momento se oye la voz del jefe de expedición avisando de que próximamente se llegará a isla Decepción, donde se hará el primer desembarco. Curiosamente, en la isla Decepción no hay glaciares ni montañas de hielo, ya que es la parte superior del cráter de un volcán que mantiene su actividad y, por tanto, su temperatura es muy superior a la de otras islas cercanas. Su forma peculiar, la de una rosquilla a la que alguien parece haberle dado un mordisco, la convirtió en un puerto perfecto que fue aprovechado por los balleneros que se adentraban en su interior tranquilo donde, además, disponían de agua caliente. Por eso, en isla Decepción es posible cumplir con el inverosímil sueño de bañarse en las gélidas aguas del océano Antártico.



Las bondades de la Península Antártica
Los días siguientes de la expedición permiten acercarse a diferentes lugares de la Península Antártica. Es aquí donde es más fácil, por una pura cuestión de proximidad al resto del mundo, visitar el continente helado. También es el más propicio y el más interesante. En esta península el paisaje es más variado y más agreste que en el resto de la Antártida, donde predominan las planicies de hielo de la meseta polar, la línea de costa es un frente continuo de hielo de 50 metros de altura y hay pocos espacios o playas libres para desembarcar. En la Península, en cambio, la costa es irregular, las montañas surgen directamente desde el mar y abundan las playas y los puertos naturales libres de hielo. Por eso mismo aquí están muchas de las estaciones científicas que diferentes países han instalado en la Antártida. La única presencia humana en este mundo helado.
El viaje sigue siendo una aventura, y el programa es solo una declaración de intenciones. Las visitas previstas pueden suprimirse a última hora por el estado del mar, por los vientos o por la presencia de icebergs que hacen imposible el desembarco. El viajero está inmerso en una naturaleza extrema, donde es necesario adaptarse a las condiciones climatológicas y estar dispuesto a modificar los planes de viaje en cualquier momento. Por ello, tan importante como los descensos a tierra es contemplar lo que se despliega delante del barco: el paisaje deslumbrante del estrecho de Gerlache –por el que se navega entre bloques de hielo–, la visión de un grupo de pingüinos agolpados sobre lo alto de un iceberg o el vuelo majestuoso de un albatros errante, el ave de mayor envergadura de todo el mundo. Son imágenes que se fijan de manera indeleble en la memoria.




Reductos humanos en el continente helado
También hay momentos en los que la experiencia de la naturaleza pura se mezcla con la historia de la escasa presencia humana. Como en Wiencke Island, donde se desembarca en la antigua base británica de Port Lockroy, convertida ahora en un museo que permite revivir las condiciones de vida de los investigadores que se instalaban hace décadas en estas soledades. O en bases que siguen en uso, como la ucraniana Akademik Vernadsky, en la isla Galíndez. A su alrededor permanecen los campos de hielo, el viento, las focas, las ballenas y las aves marinas. También, como en pocos lugares del mundo, la soledad y el silencio.









jueves, 27 de noviembre de 2014

LAS BARRANCAS DEL COBRE. La casa de los Rarámuris.


Conocido también por su denominación anglosajona de Copper Canyon, este extenso sistema de barrancas suele compararse con el famoso Gran Cañón de Arizona pese a ocupar un espacio superior y de mayor hondura –cubre 60.000 kilómetros cuadrados y alcanza los 1.879 metros de profundidad– y mostrar grandes diferencias de topografía, fauna y flora. Aquí los pinos y robles de las alturas se transforman en cactus, frutales y árboles tropicales en los angostos valles, pudiéndose hablar de dos climas bien diferenciados: el alpino de las cumbres, con nieves invernales y temperaturas que pueden bajar hasta los -22º C, y el subtropical del fondo de los cañones, donde el verano puede alcanzar los 44º C. Las lluvias esporádicas de la primavera y el otoño reverdecen sus paisajes, convirtiendo estas dos épocas en las mejores para visitar la zona.



El Señor de las Barrancas
Cincuenta años de voluntades tejanas y mexicanas unidas, más otros cincuenta de magna ingeniería ferroviaria fueron necesarios para romper la secular inaccesibilidad de estas escarpadas montañas. En 1961, el tren Señor de las Barrancas inauguraba al fin la nueva ruta entre Chihuahua, la ciudad de las planicies del interior norteño, y la Bahía de Topolobampo del Pacífico. Siete años después se creaba el primer hotel de la sierra, y el también llamado Chepe –apodado así por las iniciales CH-P de Chihuahua-Pacífico– fue pasando de cumplir funciones meramente comerciales y de carga a posicionarse entre los trenes turísticos más espectaculares del mundo, remodelándose por completo en 1998. Anunciándose con estruendosos silbidos y vestido de verde bosque, rojo carmesí y amarillo anaranjado –intensa combinación de colores que cabía esperar de un tren mexicano–, atraviesa este insólito mundo de barrancas a diario, en uno y otro sentido y con dos trenes distintos: el Económico y el Primera Express, dotado de bar-lounge y vagón-restaurante.
El viaje, que empieza a las seis de la mañana y concluye sobre las nueve de la noche, recorre su tramo más emocionante cuando sube desde la costa hasta los dos mil cuatrocientos metros de la estación de Creel (una de las localidades integradas en el programa Pueblos Mágicos de la Secretaría de Turismo mexicana), cruzando más de tres docenas de puentes y unos ochenta túneles. Allí donde más cerca pasa del abismo, en Divisadero, se detiene un cuarto de hora para permitir el éxtasis de sus pasajeros. El resto de paradas son para quienes deseen pasar la noche en alguno de los principales puntos turísticos, donde tendrán que esperar un mínimo de veinticuatro horas para volver a bordo de esta joya del ferrocarril.




Aventuras de vanguardia
En septiembre de 2010 el gobierno del Estado de Chihuahua inauguraba el espectacular Parque Aventura Barrancas del Cobre, ubicado en las inmediaciones de la Estación Divisadero. Cuenta con un teleférico de dos inmensas cabinas que recorren tres kilómetros entre el mirador de la Piedra Volada y la audaz plataforma implantada en la unión de tres barrancas, además de un sistema de tirolinas que permite vuelos de hasta cuatrocientos cincuenta metros de altura, con siete saltos y dos puentes colgantes de auténtico vértigo. Y, por si fuera poco, también ofrece un rocódromo de ocho metros de altitud, y una vía ferrata que combina descenso en rápel, escalada, el paso de una gruta, puentes colgantes, un puente de un solo hilo y un atrevido “salto de Tarzán”. El complejo integra a su vez un novedoso restaurante con amplias terrazas y suelo de cristal, una tienda de recuerdos y zona de acampada. Todo ello sin olvidar el resto de actividades que también pueden practicarse en toda la sierra: el senderismo, los paseos a caballo o en bicicleta de montaña y el rafting por los ríos que surcan las profundidades de los cañones.
  


El reino secreto de los Tarahumara
La colonización hispana los había llevado a refugiarse entre los pliegues de estos escarpados montes donde no llegaba más que algún misionero jesuita. Las barrancas aseguraron la continuación de sus sabias costumbres, como la de compartirlo todo sin necesidad de establecer propiedades privadas o la de priorizar los temas espirituales sobre los económicos. Asombraron al mundo por la velocidad y constancia con que eran (y todavía son) capaces de correr largas distancias con los pies desnudos o calzados con sus sencillas y características sandalias caseras. De hecho, el vocablo con que se designan a sí mismos, Rarámuri, se ha traducido como “corredores veloces” o “los de los pies ligeros”. De costumbres seminómadas, habitan entre los ranchos de madera de los valles y las cuevas de las laderas que acondicionan como vivienda, establos o despensas. Aunque se mantienen al margen de la cultura occidental, el turismo está triste e inevitablemente cambiando sus hábitos. Además de ofrecer al viajero el espectáculo de sus bailes y cantos, los hombres ejercen hoy como guías de senderismo mientras las mujeres han encontrado nuevos compradores para sus cestos, textiles y violines artesanos. El sumo agrado con que reciben al que llega de fuera incluye exquisitas fórmulas de cortesía: “Te saludo como el pájaro que trina, y te deseo salud y felicidad en compañía de tus seres amados”.








domingo, 23 de noviembre de 2014

MILFORD SOUND. El fiordo bajo la lluvia.


El Mar de Tasmania parece haber asestado varios zarpazos a la costa suroeste de la Isla Sur de Nueva Zelanda, provocando una sucesión de grandes hendiduras en la tierra. Es Fiordland, la tierra de los fiordos. En realidad el origen es glaciar, aunque el gran beneficiado es el mar que en Milford Sound –Piopiotahi en maorí– introduce una lengua de agua hasta 15 kilómetros tierra adentro. Pero lo espectacular está en las impresionantes paredes de granito, escarpadas, irregulares, grandes uñas que arañan al mar invasor y lo arropan con picos que superan los 1.200 metros de altura.
En Milford Sound llueve una media de 182 días al año. Estas lluvias son las responsables de que las laderas estén jalonadas por cientos de cascadas efímeras que alcanzar casi los mil metros. Tanta humedad permite la proliferación de una naturaleza boscosa exuberante que crece aparentemente al margen de los designios de la gravedad. Sin embargo, cuando las lluvias son torrenciales, tanta agua arrasa las zonas de agarre del suelo causando avalanchas de árboles ladera abajo hasta el fondo del cañón. Afortunadamente la naturaleza es generosa y extremadamente fértil en esta región y pronto crecerán nuevos árboles, que resultan fácilmente distinguibles a simple vista de los que son más viejos.
Al ir a Milford Sound, es mejor mentalizarse de que posiblemente se visite bajo una cortina de agua. Es incómodo, pero permite ver el fiordo en todo su esplendor, con las cascadas precipitándose al vacío entre en una densa neblina que envuelve el paisaje en un halo de misterio. Por el contrario, si el día amanece raso, el agua se convierte en un espejo azul intenso donde se reflejan los picos con absoluta nitidez.





Tres días de senderismo
Aunque a la base del fiordo se puede acceder en coche desde Queenstown o Te Anau, los aventureros no renuncian a recorrer a pie el Milford Track. Conocido como “el sendero más bello del mundo”, consiste en 54 kilómetros de camino que arranca en el Lago Te Anau. Pueden parecer pocos kilómetros, pero es una ruta exigente de montaña –desaconsejada en invierno por la nieve y el frío– que se realiza a lo largo de tres días haciendo noche obligatoriamente en las cabañas habilitadas para ello. En invierno se permite hacerlo de ida y vuelta; con buen tiempo (de octubre a abril) el trayecto es únicamente de ida, por lo que hay que gestionarse el regreso desde Milford Sound en autobús o avión. Por esta razón la entrada de senderistas se limita a cuarenta personas al día ya con el alojamiento reservado para cada noche. El Milford Track atraviesa un impresionante paisaje de origen glaciar, con valles profundos y escarpadas montañas. La vegetación también varía: desde plantas subalpinas en las alturas más extremas a bosques de hayedos en las partes bajas de los valles, alimentados por unas temperaturas suaves con humedad. El camino sigue el cauce del río Clinton para volver a ascender hasta puntos elevados como el Mackinnon Pass (1.073 m), excelso mirador hacia un paisaje abrupto donde el viento suele soplar con fuerza. Después se desciende al Valle Arthur, se pasa por la sobrecogedora catarata Sutherland, una de las más altas de Nueva Zelanda, y a continuación, la más modesta Giant’s Gate, desde cuyo puente colgante a pocos metros sobre el río se aprecia la transparencia  de sus aguas. Bordeando el Lago Ada se culmina en Sandfly Point, llamado así por la enorme presencia de moscas de arena que, literalmente, acribillan a los senderistas. Cuenta la leyenda maorí que una diosa las puso como cancerberos para evitar el acceso de los forasteros y preservar así intacta la belleza del fiordo. Sin embargo, decenas de botas de montaña colgadas son la señal triunfante de que se ha superado una dura prueba.
Aunque menos aventurero, el camino también puede hacerse en avión desde Queenstown o en coche por la Milford Road a través del Fiordland National Park, aunque obliga a dar un gran rodeo de 121 kilómetros –293 si se sale desde Queenstown–. Es una carretera de montaña donde la conducción puede complicarse por los fuertes vientos, la lluvia, o la nieve, que obliga a transitar con cadenas durante los meses de invierno. A cambio, se disfruta de un paisaje impresionante desde el valle del río Eglinton, de origen glaciar, de los lagos Gunn y Fergus y, finalmente, se atraviesa el túnel Homer, cuya estrechez (sumada al peligro de desprendimientos) obliga a la regulación del tráfico a su paso con semáforos para evitar atascos a la entrada y prevenirlos en el interior.




Navegando por el fiordo
Camino y carretera finalizan en Milford Sound, llamado “la octava maravilla del mundo” por Rudyard Kipling, y donde es posible tomar un barco para recorrer el fiordo, sus montañas y sus cataratas. Hacia la mitad del fiordo encontramos el Pico Mitre (1.692 m), el techo del fiordo, llamado así porque su forma recuerda a una mitra. A sus espaldas está el Simbad Gully, un barranco descarnado por la acción de los torrentes. En la otra orilla, el Pico Elefante (1.517 m) y Lion Mountain (1.302 m), similar a un león recostado. Ajenos al devenir de la lluvia, focas, pingüinos, delfines y tiburones colonizan las aguas del fiordo junto con los arrecifes de coral negro.